Prohibición o legalización de las drogas, un falso debate – por Domingo Comas Arnau
No es fácil abordar la cuestión del estatus legal de las drogas, una dificultad que se puede atribuir a la complejidad del tema, pero que en realidad tiene mucho más que ver con su condición de sujeto de un debate teórico e ideológico, que se presenta de forma agónica al margen de las prácticas y los procesos sociales reales. Así en el debate entre los partidarios de la “legalización” y los partidarios de la “ilegalidad”, ambos presumen de razones y de evidencias científicas favorables, pero los primeros son para los segundos “malvados que tratan de pervertir a la juventud”, mientras los segundos representan, para los primeros, “empresarios de la moral” más rancia e hipócrita. Con esta perspectiva no resulta extraño que las razones y las evidencias de unos y otros no sean otra cosa que “argumentos invertidos” y en muchas ocasiones “inventados”.
Quizá por este motivo, la descripción de la realidad, las explicaciones e incluso las evidencias empíricas, preocupan muy poco a los protagonistas del debate. Lo único que parece importar son los argumentos del enemigo y la necesidad de vencerle. De hecho si este texto se publicara en un diario, cambiarían, como han hecho en ocasiones, el titular para escribir “en contra de la legalización” o “a favor de la legalización”, según les pareciera más conveniente.
Como consecuencia, tomar posición en esta dicotomía paralizante no resulta nada sencillo. De una parte la mera denuncia de algunas exageraciones en torno a los consumos adolescentes se interpreta por algunos como una “banalización peligrosa” (cuando no mal-intencionada), de otra parte utilizar la categoría “adicción” supone, para otros, una agresión a los derechos humanos.
Domingo Comas Arnau es doctor en Ciencias Políticas y Sociología, además de licenciado en Antropología, profesor de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), activo investigador con numerosas publicaciones en los ámbitos de adicciones, centros residenciales, juventud, exclusión social y metodología de la investigación. Ha desempeñado diferentes tareas para las Administraciones Públicas y ha ejercido como supervisor de programas de intervención dirigidos a personas con dificultades extremas. Preside desde su creación en 1986 la Fundación Atenea (antes grupo GID).
También es cierto que esta dicotomía se ha trasformado de manera radical en las tres últimas décadas. Cuando en el año 1984 publiqué “El uso de drogas en la Juventud”, el tabaco y alcohol eran productos de naturaleza casi divina, con efectos y consecuencias exclusivamente positivas, mientras las drogas ilegales eran productos diabólicos de inefables efectos destructivos. El gran impacto mediático de aquel libro (quizá porque fue presentado por Ernest Lluch y Javier Solana) que analizaba los consumos (y las consecuencias) de todas ellas y además las identificaba como drogas, indujo a ciertos medios a denunciar (en titulares y editoriales) a “aquellos que pretenden enmascarar el grave problema de las drogas entre los jóvenes hablando del alcohol”. Algo que en la actualidad nadie se atrevería de decir.
Pero, además, hasta la década de los años 90 (al menos en España), el arsenal de productos psicoactivos era muy limitado, las drogas “naturales” (tabaco, alcohol, opiáceos, cannabis, cocaína,..) eran las más consumidas, en tanto que los psicofármacos (alucinógenos, anfetaminas y benzodiacepinas) ocupaban un espacio residual. Mientras que, en la actualidad, una imparable oferta de nuevos psicofármacos (incluidos los sustitutivos), sostiene la mayor parte del consumo de drogas. Aunque, a la vez, los trabajos epidemiológicos siguen ofreciendo sólo datos sobre el uso tradicional de alcohol y drogas ilegales, quizá porque los cuestionarios, que diseñe para el PNsD en el año 1991, no plantean las preguntas pertinentes para el actual modelo de consumo.
Un ejemplo claro de esta proyección lo constituye el hecho de que los actores institucionales afirman que “ya no hay problema de heroína”, cuando tenemos una amplia población en programas de sustitución. Una población invisible en términos de consumo tradicional, pero que debería ser visible al describir el panorama actual de uso de sustancias psicoactivas y/o psicofármacos. Se trata en todo caso de una invisibilidad similar a lo que ocurría con el alcohol hace treinta años.
A la vez debemos tener en cuenta que tanto el tabaco como el alcohol han entrado en un proceso de crecientes controles y las drogas ilegales (con excepciones como la cocaína), son utilizadas cada vez con mayor frecuencia en estrategias de consumo terapéutico y reducción del daño. Se trata de un proceso de confluencia que habiendo eliminado, en la práctica cotidiana, la dicotomía radical entre drogas legales e ilegales, no parece haber influido en aquellos que siguen empecinados en defender la ficción de un antagonismo que se sostiene sobre una fantasía compartida.
El argumento de la responsabilidad
Todos estos cambios son bien conocidos en el ámbito profesional y sin embargo también son muchos los que, de forma pública y notoria, eluden referirse a los mismos. ¿Por qué lo hacen? Pues según ellos por “responsabilidad”, para proteger a la sociedad y en particular a “los adolescentes” de los peligros de las drogas. Se supone que aludir a peligros inciertos (e incluso inventados) evita que se utilicen drogas a “edades muy tempranas”. Es cierto que tales drogas comportan riesgos, pero la exageración de los niveles de consumo y los riesgos asociados, ¿constituye un mensaje preventivo eficaz? Creo que todos sabemos que no. Sin embargo este es el principal argumento para sostener una “llamada a la responsabilidad” tan falsa como contraproducente.
Una llamada que muchos partidarios de la legalización también utilizan aunque invirtiendo el orden causal: el riesgo, y la trasgresión, es justamente lo que dota de atractivo a las drogas. Si eliminamos esta aura el consumo se reducirá y los riesgos desaparecerán. Algo que, como todos sabemos, ocurría con el tabaco y el alcohol, que, al estar exentas de riesgos, eran las drogas menos consumidas en las pasadas décadas.
La verdadera responsabilidad radica en la veracidad y la transparencia. Inventarse riesgos es inmoral y peligroso, negar todos los riesgos es igual de inmoral y peligroso. En realidad ambos discursos son irresponsables porque no se sitúan en el ámbito de las necesidades y las respuestas sociales, sino en una pugna que los retroalimenta y les otorga liderazgo cultural, político e ideológico, a pesar de que sus actitudes produzcan graves consecuencias para la sociedad.
El intercambio de las posiciones políticas e ideológicas
Por si esto fuera poco, podemos observar como las correspondencias ideológicas del “prohibicionismo” y la “legalización”, también se ha transformado de una forma radical. Así, en los orígenes del debate, en el primer tercio del siglo XX, el movimiento a favor del control de las drogas se articuló ideológicamente desde una alianza formada por las organizaciones políticas de izquierda y los grupos religiosos más abiertos y progresistas en lo social. En España esta alianza incluía, con un cierto protagonismo, a la CNT y a la UGT, a médicos higienistas la mayoría vinculados al PSOE o a los partidos republicanos, a las pequeñas comunidades evangélicas ubicadas en ámbitos marginales, así como a un par de obispos partidarios del catolicismo social que fueron reprendidos por sus posiciones. En cambio los favorables a mantener la legalización se situaban en el ámbito más conservador, incluidas las instituciones del Estado y la jerarquía religiosa.
Tras la segunda guerra mundial (la guerra civil y la postguerra en el caso de España), se alcanzó un cierto grado de unanimidad social y la dicotomía entre drogas legales (aceptables) y drogas ilegales (peligrosas) se mantuvo sin fisuras durante un cierto tiempo. Sólo algunas figuras concretas, con un perfil a la vez aristocrático y transgresor, disentían de este consenso.
Pero la década de los años 60 trasformó este mapa de las coincidencias políticas y culturales. Se forjó una alianza inédita entre los “movimientos contraculturales” y algunas organizaciones políticas de izquierda, para reivindicar el fin del “prohibicionismo”. A la vez la acción “contracultural” promocionó el consumo de drogas ilegales, el cual aumentó de forma notable.
En España esto no ocurrió hasta la transición democrática, cuando un amplio sector de la izquierda política se alejó de su posición tradicional (las drogas como amenaza para la clase obrera) tratando de aproximarse a la “cultura juvenil”. Es muy conocido el caso de las organizaciones maoístas que expulsaban a los miembros de la organización que fumaban cannabis, pero que, a partir de una determinada fecha, promocionaron las “fumadas colectivas” de militantes que, con grandes toses, trataban así de atraer a “la juventud”. Al mismo tiempo las organizaciones políticas y la cultura conservadora, más bien tolerante con los asuntos de drogas ilegales en España (de hecho el franquismo tardó en firmar y nunca aplico los convenios de NNUU), adoptaron, también de pronto, un discurso represivo frente a las drogas ilegales. Una visión que, tras algunas dudas, también se consolidó en los grandes partidos políticos de izquierda, quizá por la influencia de un activo grupo institucional de los profesionales de la “salud pública”.
Pero a la vez en la década de los años 80, la emergencia del discurso “favorable a la legalización” de los economistas neo-liberales, en particular el grupo hegemónico de la Universidad de Chicago, fraccionó, en este tema, a la nueva derecha política que se estaba conformando en aquel momento a través de una alianza liberal-conservadora.
En la actualidad, en lo relativo al estatus legal de las drogas, las posiciones políticas aparecen fragmentadas por las nuevas identidades ideológicas. De un lado la derecha política se escinde, de una parte, entre los grupos tradicionalistas y conservadores que reclaman políticas represivas más duras y activas y de otra parte los “liberales” cuyos think tank apuestan por el “libre comercio” con las drogas. De otro lado la izquierda política, muestra una fragmentación similar, aunque en este caso se produce entre un discurso que adopta la perspectiva de la salud pública y la “evidencia científica” en relación a los “daños cerebrales”, frente a algunos sectores que reclaman acciones que ya se han producido, aunque disfrazadas de “reducción del daño” y que han protagonizado administraciones de todo signo político.
Este desajuste entre realidad e ideología explica la paradoja de los argumentos mediáticos sobre “lo que se debería hacer” que, por regla general, contienen propuestas de regulación que ya se han aplicado.
¿Qué significa “regular el acceso a las drogas”?
Asumiendo que una cosa es la regulación ya aplicada y otras las retoricas del falso debate entre “prohibición” y “legalización”, podemos definir que esta regulación ha supuesto el establecimiento de mecanismos y normas para acceder a un producto.
El procedimiento más habitual ha consistido en establecer una reglamentación administrativa que determina el territorio de la “autorización” positiva con sanciones administrativas por incumplimiento de las reglas, mientras que las prohibiciones y las sanciones penales pierden peso. Además, en la práctica, la condición de “autorizado” ha producido su propia auto-regulación, la cual, al proyectarse sobre el conjunto de la sociedad, ha reducido de forma drástica los problemas asociados al consumo. El resultado implica que el control ejercido por parte de los “agentes autorizados” es más eficiente que el control formal de las instituciones. Pero además “regular” supone aplicar una “política de precios y licencias” en ocasiones disuasorios (pero no tan disuasorios que promuevan la creación de un mercado negro) y en ocasiones intervenidos (hasta la gratuidad) para que orienten a los usuarios hacia un determinado tipo de hábitos de consumo.
Estas son las políticas reales que se han aplicado y al menos por ahora han funcionado con una cierta eficiencia. Veamos, a modo de ejemplo, como se ha aplicado esta regulación sustancia por sustancia.
En el caso del tabaco el proceso de regulación se inició de forma tímida hace unos años en España, pero ha avanzado de forma rápida, en parte por las presiones internacionales. Aún queda un cierto camino por recorrer para equipararnos a los países más desarrollados, en los que el tabaco constituye el ejemplo más elaborado de regulación, lo que ha producido una disminución espectacular del número de fumadores y de muertes relacionadas con el tabaquismo. Sin duda alguna, el camino emprendido, con ciclos más o menos activos, alcanzará en algunos años los objetivos de los organismos internacionales, aunque el ideal de “una generación sin tabaco” parece retorico y poco realista.
La regulación del alcohol, sin embargo, avanza en nuestro país de una forma más indecisa. El fracaso de la Ley sobre Alcohol propuesta en 2007 es un ejemplo claro de este retraso en comparación con otros países. Una parte de la responsabilidad cabe atribuirla a la centralidad del discurso que atribuye los consumos (y sus consecuencias) de forma exclusiva a las personas jóvenes y en particular a los adolescentes. Como consecuencia se trasmite el mensaje de que no hay que regular el alcohol (salvo en lo relativo a tráfico de vehículos), porque es un problema exclusivo de adolescentes.
Los fármacos psicoactivos están también muy regulados, son muchos, un arsenal casi infinito y están en manos de profesionales de la salud y de forma casi en exclusiva en manos de los profesionales sanitarios de salud mental. El consumo es muy elevado, y las tendencias nos indican que van a superar (o superan ya) los niveles y frecuencias de consumo de tabaco y alcohol. Obviamente no se perciben como “problema”, salvo para sectores sociales opuestos al “fármaco-centrismo terapéutico”, en parte porque con la regulación no lo son. Sin embargo el exceso (o la unilateralidad) de su regulación, unido a la publicidad exagerada sobre sus efectos, está produciendo la emergencia de un nuevo mercado negro de estos mismos fármacos (y otros similares producidos de manera ilegal, o bien desviados de su uso principal por algún efecto secundario), que debería utilizarse como ejemplo para “regular de manera equilibrada” las sustancias psicoactivas.
El cannabis se ha convertido en la piedra angular de las políticas de regulación. De hecho no se ha regulado, pero para compensarlo, se han establecido amplios espacios de tolerancia (que se compensan con una evidente discrecionalidad en la aplicación de las sanciones penales y administrativas). A la vez el llamado “movimiento cannábico” ha propuesto un programa de regulación bastante bien diseñado, que sin embargo ha tropezado con una radical oposición por parte de las administraciones públicas. Lo curioso es que se trata de un programa de regulación muy similar al que estas mismas administraciones propusieron hace algunos años. A algunos nos resulta sorprendente que se renunciara a la reforma de los artículos 23 a 25 de Ley de Protección a la Seguridad Ciudadana (que incluye las multas por fumar porros) porque, de pronto, el “movimiento cannábico” presentó una iniciativa similar y más completa. Aunque, tal y como se argumentó, esta renuncia respondía a que los “cannábicos” trataban de “dar un paso previo para alcanzar la legalización total”. Se trata de una reacción muy explicable: tirar toda el agua en mitad del desierto para que nuestros enemigos tampoco beban.
En cuanto a los opiáceos han tenido una regulación muy compleja, pero casi completa. De una parte ha respondido a la lógica de la sustitución (y esta a las políticas de reducción del daño). Una lógica que en muchos países ha conducido incluso a la dispensación de heroína. Pero tal regulación ha preservado, en todos los casos la existencia de un mercado negro de opiáceos, dirigido mayormente a usuarios ocasionales (y a algunos adictos muy marginales, aunque la mayoría ha migrado hacia la cocaína), que no forman parte del segmento social que se ha tratado de regular, es decir aquellos que podrían ser diagnosticados como adictos.
La cocaína es la única sustancia no regulada y posiblemente la más difícil de regular porque su ilegalidad no permite adoptar una estrategia similar a la utilizada con el alcohol, con el que comparte su condición recreativa. Asimismo comparte con el alcohol la inexistencia (o quizá la imposibilidad) de descubrir “sustitutivos” de fácil control. Conseguir agonistas parece más accesible, pero como en el caso de los opiáceos sólo son de aplicación a adictos en activo. Por otra parte la cocaína se distribuye según los procedimientos tradicionales del narcotráfico, violencia incluida y por tanto es la única que sigue ofreciendo una imagen de “transgresión” para determinados colectivos sociales. Sin duda la cuestión no resuelta de la regulación de la cocaína debería ser la próxima prioridad de la reflexión en torno a las políticas de drogas.
Aparte existen otras sustancias algunas reguladas con mayor o menor eficacia, pero siempre con consumos escasos, como los solventes industriales o algunos productos veterinarios. Más difíciles de regular parecen las “drogas botánicas” que crecen de manera espontánea en la naturaleza. En todo caso se trata de un consumo cíclico o anecdótico los cuales, utilizando algunos acontecimientos aislados, se presenten siempre de forma morbosa en los medios de comunicación
Mención aparte merecen las sustancias dopantes (y las energizantes) a las que ya dedicamos un número especial de ATHENAI.
En resumen, la regulación ha sido la política central (aunque escasamente anunciada) en el ámbito de las drogas en los dos últimos decenios. El avance de esta política ha sido muy significativo, aunque permanecen espacios sin regular (o regulados de forma inadecuada), lo que nos invita a actuar y a corregir, aunque manteniendo una política global que ha reducido de manera drástica las consecuencias políticas, sociales y sanitarias del consumo de drogas.
La posición de la Fundación Atenea
¿Cuál debe ser la posición de la Fundación Atenea ante este panorama? Pues muy sencillo, estamos a favor de las políticas de regulación que ya se han aplicado y apostamos por el desarrollo de nuevos procesos de regulación, que de forma razonable y prudente nos permitan confluir hacia una regulación general de las drogas legales e ilegales y, por supuesto, los psicofármacos.
Se trata de una posición que sin duda producirá rechazo en muchos actores sociales, en muchas organizaciones que forman parte del movimiento social contra las drogas, en la mayor parte de las administraciones públicas y en casi todos los partidarios de la legalización. Es decir, vamos a cabrear a todo el mundo.
Pero tal rechazo no se deriva del desacuerdo, ya que de hecho todas las organizaciones sociales colaboran, en la actualidad y de forma muy activa, en las políticas de regulación. Por su parte las administraciones públicas (sean quienes sean los que ejercen la responsabilidad de gobierno), son los que han establecido de forma progresiva tales regulaciones. ¿Cómo es posible entonces que rechacen aquello que practican? ¿Se trata de una actitud hipócrita? En parte sí, aunque sustentada por la retórica de una supuesta responsabilidad (hacia las personas jóvenes) muy mal entendida.
Aunque quizá las críticas más intensas van a proceder de los partidarios de la “legalización” que sin duda van a interpretar que la “regulación” es una nueva forma de control social. Sin percatarse que este tipo de heterocontrol supone, en una gran medida, un estilo de autocontrol y la opción que vienen reclamando desde hace décadas como alternativa al control penal. En todo caso y en la práctica, la regulación está resolviendo, de forma bastante eficiente, lo que denominaban “consecuencias perversas de la penalización”.
Por último debemos manifestar un cierto malestar por algunas prácticas reguladoras, tal y como se han venido implantando hasta ahora. La regulación se ha articulado desde un evidente protagonismo sanitario, lo cual parece adecuado, siempre que no sea exclusivo. La regulación es también una cuestión de otras políticas públicas, de ciudadanía y de participación social. Atribuirse todas las competencias, con el argumento jerárquico, pero en ocasiones falaz, de la evidencia científica, abre la puerta a otra dicotomía paralizante, porque ¿Quién está legitimado para tomar las decisiones políticas, el sistema de salud o los ciudadanos?
Domingo COMAS ARNAU, Presidente de la Fundación Atenea