Abordaje farmacológico y tratamiento de adicciones

Existen pocos problemas de salud que generen tantos debates, tantos posicionamientos diferentes como el abuso de drogas, bien sea en el público en general como entre los profesionales del sector. Para el público en general, la adicción a drogas es a menudo sinónimo de vicio, de decadencia, de delincuencia.

 

El drogodependiente sería un ser débil, que prefiere abandonarse a los infiernos artificiales en vez de afrontar la realidad, como hace todo el mundo. Para otros, la adicción a drogas es una enfermedad casi como cualquier otra: el drogodependiente necesita cuidados médicos, un tratamiento diario, como el diabético precisa de su insulina. Si bien esta visión es progresista y refleja una mayor compasión, respecto de otras que apuntan al adicto como a un marginal, sigue siendo una forma confortable y más bien optimista de abordar la problemática: si el drogodependiente es un enfermo, necesitamos identificar los genes responsables, encontrar los tratamientos más eficaces, descubrir las vacunas adaptadas y finalmente librarnos de esta calamidad, como en su tiempo erradicamos la varicela.

Entre los profesionales existe un consenso ampliamente generalizado sobre la naturaleza biopsicosocial de la drogodependencia, como resultado de una serie de encuentros, escalonados en el tiempo, entre una persona, una sustancia psicoactiva en un contexto dado. La característica principal de este abordaje es considerar la persona como un todo, una globalidad, es decir sobre los diferentes planos de su vida: el biológico, el psicológico, el social e incluso el cultural.

Existen, sin embargo, diferencias sustanciales entre los profesionales respecto a la importancia relativa de los determinantes biológicos, psicológicos y sociales. La mayoría de los profesionales dedicados a la intervención en el ámbito las drogodependencia, priorizan los determinantes sociales, culturales y de entorno en el inicio y continuidad de las conductas adictivas, mientras que los médicos e investigadores ponen de relieve el hecho que la adicción es una enfermedad cerebral que podremos curar un día mediante diferentes abordajes farmacológicos.

Un poco de neurobiología

Comer, beber, reproducirse, son actividades esenciales de la supervivencia del individuo y de la especie. A lo largo de miles de años de evolución, la selección natural ha asociado a estos comportamientos sensaciones de satisfacción y placer. Un verdaderocircuito de recompensa se ha desarrollado entonces en nuestro cerebro favoreciendo estos comportamientos relacionados con nuestras necesidades básicas.

Este circuito se volvió progresivamente más complejo para llevarnos a repetir las experiencias agradables que aprendemos a lo largo de nuestras vidas: escuchar música, leer un buen libro, establecer relaciones enriquecedoras, etc. El circuito de recompensa se encuentra por lo tanto en el corazón de nuestra actividad mental y orienta el conjunto de nuestras acciones. Pero para poder sentir satisfacción, es necesario que un mensajero active el circuito de recompensa, pasando por cada neurona. Este mensajero químico, es la dopamina. Una ínfima molécula química, liberada por la neurona, que actuará sobre la neurona siguiente conectándose a sitios precisos, los receptores, como una llave que se inserta en una cerradura.

La cocaína, el éxtasis, el tabaco, el alcohol, es decir todos los productos susceptibles de desembocar en una dependencia, tienen en común una propiedad: aumentan la cantidad de dopamina disponible en el circuito de recompensa. Las drogas tienen, efectivamente, estructuras moleculares que se parecen a aquellas de las sustancias producidas de forma natural por el organismo. Para retomar la analogía, actúan como falsas llaves que se insertan en la cerradura produciendo sus efectos en el circuito de recompensa.

Al alterar el funcionamiento de este circuito natural, las drogas crean un desequilibrio en el funcionamiento del cerebro que ralentiza la producción de sustancias naturales. Para restablecer un cierto equilibrio, el adicto vuelve a tomar drogas. En mayor cuantía y con mayor frecuencia. Y la dependencia se instala. Con el paro brusco del consumo el desequilibrio se encuentra en su paroxismo: el cerebro todavía no a “reaprendido” a producir sustancias naturales ligadas al placer, de ahí la aparición de un sufrimiento psicológico intenso, incluso de síntomas físicos extremadamente desagradables como en el caso de la heroína o el alcohol.

El drogodependiente consume drogas, en un primer tiempo para buscar placer, más tarde para evitar sufrir (síntomas de abstinencia). Se trata de la dependencia. Sin embargo, el uso de la droga para evitar los síntomas de la abstinencia, y por lo tanto el sufrimiento, no puede explicar únicamente la dependencia.

Muchas personas tienen una recaída tiempo después de que hayan desaparecido los síntomas ligados a la abstinencia, por ejemplo, después de haber estado expuestos a estímulos ambientales (presencia en lugares de consumo, estrés) o después de haber consumido una pequeña cantidad de droga. Los conocimientos a día de hoy dejan suponer que el hecho de beber o drogarse, intensamente y durante mucho tiempo, entrena modificaciones neurofisiológicas persistentes, lo que explicaría el craving , esa necesidad irresistible de consumir alcohol u otras drogas, incluso años después de haber conseguido abandonar su uso.

Situación actual y pistas de solución

Es hoy una certeza que las drogas, de forma artificial, activan el circuito de recompensa, de la misma forma que lo hacen una buena comida entre amigos o un concierto de nuestra música preferida. De ahí la idea de usar moléculas susceptibles de engañar al receptor de la dopamina, aliviando de esta forma al drogodependiente de su necesidad de consumir drogas.

Pero parece que aún quedan caminos por recorrer para eso, porque concebir nuevas moléculas es ante todo un proceso extremadamente complejo, y lo es especialmente para aquellos medicamentos destinados al cerebro. Efectivamente, el sistema nervioso central está separado de la sangre por una barrera, llamada hematoencefálica, que impide el paso de numerosas sustancias. De esta manera, moléculas interesantes pueden verse frenadas en su intento de alcanzar nuestro cerebro.

A pesar de ello, ya disponemos de medicamentos. Para la heroína y los otros opiáceos, la metadona y la buprenorfina actúan como agonistas. Es decir, moléculas que vienen a ocupar el lugar de la heroína en los receptores adecuados y producen más o menos los mismos efectos. La naltrexona, en su lugar, actúa como un antagonista, es decir que esta molécula ocupa los receptores de la heroína, impide por lo tanto que la heroína se fije en ellos pero sin producir el menor efecto psicotrópico. Sobra mencionar hasta qué punto esta molécula es poco atractiva para los drogodependientes.

Para el alcohol, existe otro tipo de tratamiento, el disulfirame, que desanima a los bebedores crónicos produciéndoles bocanadas de calor, vértigos, vómitos y taquicardias. Nada agradable tampoco.

Nos quedan las vacunas. En este campo, las moléculas más prometedoras se refieren a la nicotina y a la cocaína. No deja de ser por ello un verdadero rompecabezas, pues para poder obtener una respuesta inmunitaria las moléculas tienen que ser lo suficientemente grandes como para ser reconocidas por el sistema inmunitario, lo que no ocurre. El laboratorio inglés Xenova parece estar a punto de lograr el desafío, al asociar a esta molécula una proteína fácilmente identificada por el sistema inmunitario, el cual va a producir anticuerpos que impidan a las moléculas de cocaína que alcancen sus receptores neuronales.

Los límites de la farmacología

Parece no obstante ilusorio definir el problema en términos exclusivamente neurobiológicos, pues se corre el riesgo de minimizar las dimensiones culturales y sociales de la drogodependencia et la aportación de las ciencias humanas. Por otra parte, un número importante de consumidores de drogas (y también de profesionales del sector) no se perciben a sí mismos como potenciales pacientes que un simple pinchazo podría curar. Más allá de la eficacidad de un tratamiento sobre el modelo animal, se ha de tener especialmente en cuenta el hecho que el tratamiento sea aceptable para el consumidor de droga, al igual que la organización de sus servicios de asistencia. No olvidemos que los mecanismos de exclusión social de las personas drogodependientes ya representan en sí un obstáculo importante para llegar a ellos, comprenderles, ganarnos su confianza, y, a fortiori, ofrecerles un tratamiento farmacológico adaptado.

También se trata de cuestiones éticas. Si un día conseguimos encontrar medicamentos, o incluso vacunas, realmente eficaces, ¿cómo reaccionará la sociedad ante aquellas personas que rechazarán someterse a ellos? ¿Su elección será considerada legítima o al contrario añadirá aún más exclusión a la exclusión?

Para concluir, existen pocas probabilidades de que un medicamento llegue a ser eficaz sobre los factores sociales, culturales y ambientales que caracterizan también a las adicciones. Poca probabilidad de que un medicamento, por muy milagroso que éste sea, pueda sustituir los años de lento descalabro de los lazos familiares y sociales. Los muchos puentes rotos, y esa vida, que el drogodependiente mira pasar, desde la otra orilla…

Las medidas de acompañamiento psicosociales seguirán siendo con toda probabilidad indispensables. No se trata entonces de tratar exclusivamente la dependencia sino de adoptar un abordaje terapéutico global dentro de un clima de tolerancia, respeto y reconocimiento de la persona y de su lugar en nuestra sociedad.

Pierre Bremond CDC, comunicación Dianova