Nuestras sociedades promueven una cultura del exceso y del consumo que provoca reacciones intensas similares a las de las drogas
Vivimos en una sociedad de hiperestimulación, en la que el progreso tecnológico se combina con un marketing agresivo y eficaz para crear una necesidad constante de nuevas sensaciones, un deseo constante de sustituir objetos «anticuados» comprados hace sólo unos meses.
Se dice que nuestra sociedad es adictiva. No es una observación nueva, pero el fenómeno está cobrando importancia, hasta el punto de convertirse en una preocupación social de primer orden. Los comportamientos adictivos se encuentran en nuestra vida cotidiana, en nuestra búsqueda constante de sensaciones intensas en prácticamente todos los sectores: en el trabajo, en nuestras actividades de ocio, en nuestras actividades deportivas, etcétera. Vivimos en una cultura del exceso, del acceso inmediato al objeto de nuestro deseo, en un frenesí de consumo alimentado por tiempos de espera cada vez más cortos entre el clic de «comprar» y el timbre del repartidor.
Una sociedad hedonista
Nuestro entorno se ha convertido en un entorno de velocidad e inmediatez. La cultura del consumo ya no está concebida para satisfacer nuestros deseos, sino para excitarlos, para renovarlos, cada vez más rápido, sin tener en cuenta el plazo largo y las elecciones lentamente maduradas.
Encontramos estos mismos comportamientos en nuestro deseo de borrar los límites que nos imponen nuestro cuerpo y nuestro cerebro: los del sueño, la fatiga, la creatividad y la libido.
Así, queremos aumentar nuestro rendimiento sexual, multiplicar por diez nuestra creatividad, mejorar nuestros resultados deportivos o simplemente superar la época de exámenes con la ayuda de drogas, alcohol, suplementos alimenticios, cocaína y otros estimulantes.
En este contexto, las adicciones y, en un sentido más amplio, todos los síndromes asociados al déficit de control de los impulsos se convierten en algo terriblemente habitual. Y la respuesta social no está a la altura de las circunstancias, porque condenar a esos consumidores o esos comportamientos equivale a enfrentarse a los valores sociales que los originan: consumir más, rendir más, ser más musculoso, más bello, etcétera.
Pobreza, exclusión y estigmatización
Después de la depresión en el siglo pasado, o de la histeria en el siglo anterior, la adicción será sin duda LA enfermedad del siglo XXI, como lo demuestra la proliferación de estos comportamientos. Sin embargo, no debemos olvidar el último aspecto de esta banalización de la adicción: la precariedad y la exclusión.
Muchas personas que luchan contra la adicción están excluidas o sin hogar, y viven en zonas suburbanas. Para estas personas, las garras de los trastornos adictivos son aún más estrechas, agravadas por la pobreza, la estigmatización y la exclusión económica. Además del consumo de drogas, un número muy elevado se ve afectado por patologías que dificultan aún más su situación: violencia doméstica, maternidad precoz, trastornos mentales.
¿Un cambio de paradigma?
Prestar una atención eficaz a las personas con prácticas adictivas requiere la utilización de todas las herramientas o modelos de evidencia a disposición de los especialistas: intervención precoz, servicios de reducción de daños, programas de tratamiento ambulatorio o residencial, etc. Estas herramientas deben interactuar para dar una mejor respuesta a las necesidades, sin que un modelo prevalezca sobre los demás. Algunos son más adecuados que otros, según la persona y el momento.
También es necesario considerar de forma práctica nuestra sociedad adictiva, implicando en el proceso a todos los actores posibles: educadores, trabajadores sociales, familias, etc. Sin olvidar la importancia de la educación y el desarrollo de habilidades psicosociales.
El reto es sin duda inmenso, pero todos debemos ser capaces de tomar distancia y hacer balance de la evolución de una sociedad cada vez más adictiva. Lo que está en juego es nuestra libertad.